La profesionalización de los ejércitos: una oportunidad para la acción pacifista

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Rafa Ajangiz

Nuevos tiempos, así lo llaman. El orden mundial no es el mismo que hace diez años, desde que el "segundo mundo" empezara a desintegrarse y el "tercer mundo" pasara a ser un montón de "países en desarrollo", forzados a marchar al son del neoliberalismo y la democracia formal. Nuevos tiempos para "nuestra seguridad", nos dicen. Ya no hay amenaza comunista pero ahora hemos entrado de lleno en un escenario incierto de riesgos varios: armamento nuclear, químico, bacteriológico y demás en manos poco fiables, tensiones dentro de los Estados, fundamentalismo y nacionalismo salido de madre, terrorismo, mafias y carteles de la droga, inmigración ilegal, desastres naturales y humanos, etc. El legado de la guerra fría no es otro que el desorden de lo imprevisible y ello, insisten, exige construir un nuevo orden mundial.

Un nuevo orden mundial que sólo es posible interveniendo política y militarmente allí donde sea necesario. Esta intervención tiene dos caras. Una visible, publicada, indiscutible, la de la ayuda humanitaria y el restablecimiento de la paz. Los ejércitos tienen ahora una nueva y potente justificación. La otra cara es menos visible pero no por ello menos real. Nos referimos a la de siempre, la ley del mercado, la razón de poder acumulativo que distingue al capitalismo, la defensa de los intereses nacionales o regionales. Curiosamente o no, lo cierto es que esas dos razones, la más nuestra de la paz y los derechos humanos, y la otra de la economía global, han terminado por converger y legitimar así casi cualquier tipo de intervención, por encima de fronteras y soberanías territoriales.

Al final, casi sin darnos cuenta, hemos quedado atrapad@s en la lógica de intervención de nuestros gobernantes. Por primera vez en nuestra vida, algun@s de nosotr@s hemos justificado la intervención militar y, en justa respuesta a ello, algun@s otr@s hemos intentado organizar una intervención de paz que ha querido, sin demasiado éxito, ser una alternativa a la intervención militar. El resultado ha sido la legitimación de la intervención realmente existente y de los medios militares empleados. No hemos sido capaces de develar y comunicar que esa lógica de poder no es igualitaria, justa o democrática, que no es ninguna solución al desorden y a la desigualdad existente. Deberíamos explicarnos a nosotr@s mism@s cómo es que hemos aceptado los medios de que se valen nuestros gobernantes si no coincidimos ni por un asomo en los fines que ellos pretenden. ¿Dónde está la coherencia entre medios y fines que siempre nos ha distinguido?

Ya es hora de reflexionar con rigor sobre las realidades y las consecuencias de esa intervención, ahora que nos hemos librado de la inmediatez de los hechos. Y también es hora de librarnos de esos sentimientos de desesperanza, fatalidad, impotencia y ausencia de alternativas que nos han dominado durante estos años. Salgamos de una vez de la trampa.

Una puerta de salida es saber entender que esos nuevos tiempos también son, al menos hasta cierto punto, un resultado de nuestras movilizaciones pacifistas. El muro de Berlín no se cayó solo; los criterios humanitarios o pacifistas que en parte rigen la intervención política y militar de nuestros gobernantes no han sido una idea suya; Bosnia se convirtió en una prioridad mundial por la presión de la opinión pública; los ejércitos se están viendo obligados a incluir cuestiones como la homosexualidad, el género o la ecología a la hora de reclutar nuevos soldados. Son ejemplos que corroboran que, independientemente de lo eficaces que sean nuestros gobernantes a la hora de integrar las nuevas demandas, lo cierto es que de alguna forma les estamos obligando a ello. Nuestros discursos y acciones alteran sus agendas políticas y también las decisiones y las políticas que terminan adoptando.

Más aún, cada vez que nuestros gobernantes diseñan reformas para adaptarse a esos nuevos tiempos abren, inevitablemente, espacios y oportunidades para nuestra acción pacifista. Toda reforma estructural, y la llamada profesionalización de las fuerzas armadas no es ninguna excepción, es más que una decisión institucional. Su concreción deriva de la acción conjunta y entrecruzada de tres fuerzas políticas: (a) el sistema de poder, es decir, el mismo Gobierno, los militares, los empresarios; (b) la sociedad civil en su sentido mas llano; y (c) nosotr@s, los movimientos sociales.

El sistema de poder racionaliza esta reforma estructural de lo militar a partir de la "necesidad" de intervenir en terceros países. Lo hemos dicho más arriba. Los ejércitos de masas, diseñados antaño para la defensa del territorio, ya no son una prioridad; ahora se precisan fuerzas de intervención rápida, de menos tamaño, profesionales, bien equipadas. Aunque es cierto que este tipo de fuerzas no es nada nuevo en "nuestros" ejércitos, ya que fueron creadas hace décadas para, entre otras cosas, mantener el imperio colonial y ampliar las "zonas de influencia", lo relevante hoy es que ocupan un lugar central en el nuevo diseño.

Pero también la sociedad civil tiene su versión de los nuevos tiempos. La gente corriente podrá no entender de intervenciones pero eso no quiere decir que no tenga valores y opiniones sólidas sobre lo militar que ningún actor político, sea ellos o nosotr@s, puede pasar por alto. La conscripción nunca ha sido algo popular sino un hecho forzoso; nadie entiende por qué han de mantenerse ejércitos tan grandes si todo el mundo dice que ya no hay amenazas tangibles; es de sentido común preferir que los impuestos reviertan en gasto social antes que militar; al final todos nos enteramos de que se producen y venden armas a países que luego las utilizan contra su propia gente; y no deja de ser significativo que la sociedad apoye al ejército precisamente en aquellas misiones menos militares.

Estos valores y opiniones constituyen un valioso potencial de movilización pacifista. Es perfectamente posible convertir ese potencial en un campo de batalla a las reformas militares hoy en marcha y de rebote en un desafío a la mismísima legitimidad de las fuerzas armadas. La cuestión es saber conectar con esos valores y opiniones, hacernos oír desde la lógica del sentido común existente en nuestras sociedades y concretar una acción que marque la diferencia, que nos ponga en marcha y nos haga creer a tod@s que se pueden cambiar las cosas que deseamos cambiar.

Un ejemplo, la conscripción. La gente corriente siempre ha deseado quitársela de encima y nuestro movimiento ha sabido históricamente conectar con ese sentimiento y, en algunos casos, desafiar y desobedecer con éxito lo que a priori parecía algo insoslayable. Era el sistema de poder el que se resistía a abolir la conscripción. Sin embargo, el nuevo esquema militar no contempla la conscripción; los conscriptos son una fuerza militarmente poco eficaz y socialmente muy problemática cuando hay que intervenir en terceros países, el mejor ejemplo es que ningún país ha enviado conscriptos a Bosnia.

Así pues, ahora también nuestros gobernantes están interesados en deshacerse de la conscripción y lo harán en cuanto terminen de ajustar la reforma militar en marcha. Con las tres fuerzas empujando en la misma dirección, sistema de poder, sociedad y movimiento pacifista, el fin de la conscripción es tan sólo una cuestión de tiempo. Para nosotr@s, una oportunidad de acción política. En consecuencia, ¿vamos a quedarnos parados, tal como ha ocurrido en Francia, y dejar esta cuestión en manos de nuestros gobernantes para que quiten la mili cuando ellos puedan y quieran y encima disfruten entonces del beneplácito popular? ¿O vamos a movilizarnos contra la conscripción, como en España, para que el fin de la mili sea un éxito social y no gubernamental y de paso lastrar significativamente esa reforma militar obligándole al Gobierno a rebajar su proyecto inicial? Resulta evidente que nuestra acción puede marcar la diferencia y sería irresponsable por nuestra parte dejar pasar esta oportunidad.

Pero no sólo la conscripción. También los otros aspectos de la "profesionalización" son buena oportunidades de acción pacifista. El tamaño de las fuerzas armadas, su función intervencionista, el gasto militar, etc. son cuestiones que nuestros propios gobernantes han incluido en la agenda política. Favor que nos hacen. ¿Deberíamos por tanto tomar la palabra y promover la idea de unas fuerzas armadas de tamaño mínimo, no intervencionistas? ¿Y qué decir de la producción y venta de armamento? ¿Y del gasto militar? ¿No deberíamos acaso aprovechar el consenso social existente a favor del gasto social y en contra del militar y también la coyuntura de unos gobiernos obligados a contener el gasto público para promover una acción pacifista que es de sentido común?

Nosotr@s, l@s que integramos el movimiento pacifista, no podemos comportarnos como si no existieran tales oportunidades políticas. Si hemos tenido éxito en el pasado es porque hemos sabido conjugar la oportunidad con la audacia y el realismo de nuestros presupuestos y convicciones. La legitimidad de lo militar, que ahora parece tan fuerte, es una variable que depende en última instancia de nuestra acción política: cuanto menos hagamos, mas legitimados estarán los medios y las estructuras militares; cuanto más hagamos, más fuertes seremos nosotr@s y mejores oportunidades de futuro contribuiremos a crear para seguir caminando hacia la abolición de los ejércitos y de todas las causas de las guerras.

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