Estefanía Gómez Vásquez: Mi historia de vida

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En una familia matriarcal, como muchas familias colombianas, de mujeres valientes que sacan adelante a esos hijos e hijas que tal vez fueron negados, y olvidados, nací y crecí, como una hija insólita y afortunadamente consentida. De pequeña conté con la compañía de un primo al que quiero profundamente, recuerdo cómo me gustaba ir al parque para verlo con su uniforme naranja de defensa civil, y también, cuando decidió regalarse al ejército nacional.

Recuerdo que a mis nueve años, en una de sus licencias le hice un dibujo; era una libélula con un casco militar, de cada costado se desprendían las cosas negativas y positivas de su decisión; recuerdo que gracias a los puntos negativos debí alargar mi dibujo, y supongo que allí estaba que su familia lo extrañaba, que yo lo extrañaba. Tal vez la valla del ejército sobre la séptima tenga razón, “DETRÁS DE CADA SOLDADO COLOMBIANO, HAY UNA FAMILIA QUE SE SACRIFICA”.

Puedo saber que como niña lo extrañaba, pero ¿qué pasa con las madres de jóvenes como mi primo?, ¿qué pasa al interior de una familia cuando el padre o el hijo no está, porque está defendiendo una patria? son familias que temen, que no ven las noticias por conocer lo que pasa en el país, pero sí para ver si se sabe algo de esos seres queridos que quieren ( no siempre) darlo todo por una causa, y mi primo creía en esa causa y me gusta la idea de pensar que sus condecoraciones y sus ascensos, se debían a que era una persona entregada a su labor, que la hacía con esmero, aunque al preguntarle ahora, no recuerde cuántas personas mató y deduzco que tampoco quiere saberlo.

En todo caso, el decidió regalarse, pero ahora, siendo objetora de conciencia, y siendo la encargada de realizar el acompañamiento psicosocial a los jóvenes reclutados irregularmente y en riesgo de reclutamiento, asisto a jornadas de concentración, registro y acompaño cientos de casos donde los jóvenes son reclutados sin conocer sus derechos como exentos o aplazados; por ser hijos únicos, padres de familia, desplazados, estudiantes, o tener alguna inhabilidad física, sensorial o mental de cualquier tipo, son reclutados silenciosamente y entonces viene a mi mente, la imagen de todas las mujeres; madres, esposas y abuelas, que los acompañan en estas jornadas, que esperan pacientemente un día entero para regresar con ellos a sus hogares, y que si los ven salir en una fila guiada por un militar dirigiéndose a un camión, corren detrás de ellos, les alcanzan algo de comer o algún tipo de amuleto para la suerte, y veo siempre la paradoja de la pérdida de alguien querido por el cumplimento de un deber, ignorar cuánto amor, cuánto esfuerzo, cuántas enseñanzas desde el cuidado y el respeto por el otro, cuántas madres, abuelas y esposas, corren detrás de los camiones, tratando de aferrarse a ese ser querido que no necesariamente lleva consigo una causa, y tal vez sí, sólo un requisito obligatorio y pendiente.
Por esto, muchas madres en nuestro país han decidido decir “No parimos hijos para la guerra” porque a lo peor es la sensación que les queda; como el niño que se encariña con un pollo al que cuida con esmero y protege, para luego entregarlo con resignación para que alguien más haga de ello, su propio propósito. A lo mejor aquella tendencia hacia el cuidado del otro se engendra con mayor fuerza en las madres, a lo mejor la apuesta no es sólo por la libertad de conciencia, la posibilidad de elegir, o de construir un futuro que no implique participar de un conflicto que cada vez pierde más sus argumentos y dimensiones, a lo mejor la apelación nace de la sensibilidad, de la conciliación de las diferencias, del cuidado del otro sin importar cuán cercano nos pueda resultar. A lo mejor, sea simplemente el principio del respeto a la vida aquello que guía a las mujeres y los hombres a no esforzarse por la eliminación de alguien a quien se decide por “orden superior”, llamar enemigo y por lo tanto prescindible, eliminable.

Pero aún pienso que si nuestro ejército estuviese compuesto por gente que cree que allí está la solución contaríamos al menos, con un ejército menos corrupto; militares menos intransigentes y realmente solidarios con ese “pueblo colombiano” que va por las calles, y los campos. Justamente mi primo se retiró porque a medida que ascendía, descubría que su causa no encontraba eco allí, y que su coraje de alguna manera se desperdiciaba.

Tal vez la historia de vida de algunas mujeres objetoras, como yo, estén cruzadas por la presencia o ausencia de algún hombre cercano a quien le hayan hecho un dibujo o escrito una carta, como alguna vez interpeló una feminista, pero no sólo se trata de estar en función de un hombre que extrañé por mucho tiempo en mi familia, como incluso muchos objetores, hombres, podrían apelar sobre sus hermanos y padres; se trata de haber sido testigo de la historia de un ser querido en las filas, de su convicción y su desesperanza. Sí, era una niña, pero supe perfectamente que la libélula que dibujé debía ser más larga si quería escribir lo negativo que sentía, de que él fuese parte del ejército; arriesgarse a morir, arriesgarme a perderlo, no ver crecer a sus hijos, disfrazarse, negando su condición de soldado para viajar tranquilo, obedecer órdenes en las que posiblemente no se cree, extrañar a su familia, no poder ser abogado o psicólogo o arquitecto, y ahora pienso que incluiría algunas más, muchas más.

Creo firmemente, que la guerra que se ha sostenido en nuestro país trasciende el género, que no podemos referirnos a cuerpos femeninos o masculinos atravesados por la guerra, o amenazados por ella, efectivamente la experiencia de una madre es diferente a la del joven reclutado, pero tanto la madre, como el recluta tienen todos los elementos para construir una postura política en contra de la obligatoriedad de una decisión de vida, de muerte, de obediencia ciega; la guerra, y la negativa ante la misma no es una cuestión de género, es un asunto del ser humano, del habitante del mundo que construye una mirada crítica de su entorno, que desentraña las implicaciones de una guerra que trasciende los intereses individuales, incluso colectivos, para que sus vidas jueguen en función de economías bélicas, filtradas por el narcotráfico, la fabricación y mercado de armas, territorios estratégicos, desplazamiento y violencia. Cualquier hombre o mujer, puede y debe tener el derecho de rehusarse a ser parte de una estructura que multiplica y sostiene la pobreza, la violencia, el dolor y el silencio de otros, no por su condición socioeconómica, su género, raza, o religión, pero sí, porque su visión del mundo trasciende la individualidad y porque las maneras que puede imaginar para hacer de éste un lugar más justo, no encuentra solución en portar un arma y usarla en contra de alguien que está en su misma posición del otro lado, obedeciendo órdenes que no logra comprender, que no puede cuestionar.

Mi primo y yo crecimos. Dediqué mi vida a la danza contemporánea y a la psicología y él, al retirarse del ejército, vio reducidas sus opciones laborales a ser parte del sistema de seguridad privada colombiana o esperar una oportunidad para ser escolta de alguien perseguido o amenazado a cambio de un salario mínimo o un poco más. Y es que entiendo que para él el ejército haya sido una opción, que el haya creído, que con su sueldo sin gastar en la contraguerrilla, nos comprara regalos, y nos diera una vajilla nueva y bonita para la casa, que se sintiera valiente y noble, que su vida valía la pena si cuidaba a sus seres queridos, todo siendo cuestionado y esfumado por el tiempo y la experiencia dentro, tal como muchos jóvenes de los que ahora conozco sus historias, sus motivaciones y sus temores. Me resulta inmensamente triste que el 83% de los niños y niñas reclutados por los grupos ilegales, declaren haber accedido a una vinculación “voluntaria”, me sorprende que los jóvenes a partir de los 18 años declaren vincularse de manera “voluntaria” al servicio militar, y que justo detrás de esta “voluntariedad” se enmascare una realidad que no se nombra, el dinero que los grupos armados ofrecen, la libreta militar que promete el ejército como medio para un empleo en el futuro; y lo curioso es que muy pocos deciden vincularse al conflicto buscando una revolución o la defensa de la patria, luego lo recitan, es cierto, pero sus motivaciones han sido otras; huir de hogares donde han sido maltratados, ganar algún dinero para sostenerse o sostener económicamente a sus familias, obtener una libreta militar que irónicamente les promete un empleo, cuando el 70% de los jóvenes colombianos están desempleados. Es claro pues, que no sólo se trata de un servicio militar obligatorio, se trata de que nuestra gente, hombres y mujeres, niños, niñas y adolescentes, consideren participar en la guerra como una opción de vida, ¿la muerte entonces hace parte de la perspectiva de futuro de los jóvenes colombianos?

Ahora, el reclutamiento y la vinculación al conflicto excede los límites de la razón, de mis sensaciones e incluso de la justicia en Colombia, pero entonces aún con mayor razón, esperaría que al menos de las estructuras legales, surgiera la posibilidad de elegir algo diferente a la guerra, que elegir fuese una realidad.

¿Cómo me convertí en objetora de conciencia? Mucho tiempo después de mi dibujo, de superar la ausencia de mi primo, tuve la oportunidad de mostrar una obra de danza en un evento que para el 2005 los objetores de conciencia organizaron, un festival por la objeción de conciencia, donde después de bailar me invitaban a dirigirme al público y tal vez justificar por qué en medio de punk, hardcore y rap, la danza contemporánea era válida como forma de resistencia a la guerra, a lo obligatorio sin espacio a cuestionamiento y allí enuncié por primera vez, sin saber muy bien a dónde me dirigía todo esto, de manera más bien visceral, que mi cuerpo era el reflejo de lo que decidía vivir, que mi cuerpo no sería objeto, ni objetivo militar, que prestar mi cuerpo para hacer daño o para ser mutilado no era una opción, que mi cuerpo sería el espacio primero de la resistencia, de la pregunta. Y ¿por qué la objeción de conciencia? y ¿por qué no cualquier otra postura política en un país como Colombia, donde los jóvenes somos el objetivo de cada una de las miles de perspectivas y flancos de acción? Porque allí logré enunciar mi individualidad, sin jerarquías, sin pretensiones, ni obediencias incuestionables; crecí con una madre que me pedía argumentos para poder salir a un parque, que me pedía que ¡por favor! no me quedara repitiendo de memoria lo que los libros me decían, y entonces se supone que ¿al crecer esas enseñanzas deben apagarse en silencio? ¿Qué el cuestionamiento es importante cuando tal vez no es considerado peligroso o revolucionario? ¿Cuando no cuestiona las estructuras sociales, culturales y políticas que debemos esforzarnos por dar como hechos absolutos?

Podría seguir compartiendo con ustedes momentos de mi vida que ahora cobran sentido en lo que soy, que ato poco a poco en la historia de mi vida, y que no apuntarían a otro lugar que el estar aquí, hoy. Entonces, cómo pretender hablar de una postura política, de un contexto desgarrador y consumido por la violencia y la eliminación del otro para garantizar la supervivencia, cómo abordar la economía bélica, y la injusticia, cómo interpelar críticamente a un gobierno y unos medios de comunicación que nos venden la paz a través de la guerra, cómo distinguirme de quienes se muestran indiferentes al conflicto colombiano, y ante la pretensión tristemente humana de hallar placer en un poder que implica el perjuicio, la pobreza, la resignación y el miedo del otro. Cómo pretender definirme como objetora de conciencia, y expandir aquí un discurso basado en un país y en las lógicas militaristas por demás absurdas que lo dominan, sin reconocer que esa historia y que esas lógicas han sido tatuadas en mi propia historia, sin reconocerme primero, como una sujeto que tiene razones mucho más íntimas que un contexto político, social y económico para decidir estar en contra y no conformarme con expresarlo, para sentir la necesidad de proponer y construir alternativas para quienes como yo, creemos que las cosas pueden ser diferentes, que no todos le apostamos a la guerra y que no todos nuestros cuerpos, son máquinas de muerte.

Expresar mi condición puede resultar más simple de lo que yo misma pensé, se trata simplemente de querer ver y sentir cosas distintas, de ser parte de su construcción y convencerme día a día, de que las críticas nunca funcionan sino traen con ellas una propuesta, que los discursos cubren toda expectativa, y que nuestros actos siempre resultan más cortos que nuestras palabras. Esto es lo que quiero cambiar, quiero construcciones silenciosas pero reales, quiero que mis actos no necesiten palabras para ser considerados en un mundo de discurso.

Entonces la objeción de conciencia no es limitarme a ser la contraria, ni la que se opone a una guerra que desborda completamente el alcance de mis acciones y mi propia naturaleza, simplemente no quiero hacer parte de aquellos cuya labor consiste en ir detrás de la guerra recogiendo sus escombros y de alguna manera, sin aportar mucho, hacerla sostenible, preparar el terreno para que vuelva a pasar y yo siga teniendo una labor moral en el mundo. Solo bastaría ver la situación de la población en situación de desplazamiento, las filas, las noches que deben dormir fuera de aquellos centros de atención y orientación, esperando alguna ficha, esperando ser el 10 por ciento atendido. Estoy haciendo mi práctica profesional en uno de estos centros, y no es extraño encontrar casos de jóvenes que siendo víctimas del desplazamiento son reclutados, son llamados a defender una “patria” que de alguna manera se ha olvidado de ellos, sí, son legalmente aplazados por tres años, y ¿acaso ser víctima de la violencia, del asesinato e incluso el reclutamiento por parte de grupos armados ilegales tiene una vigencia de tres años? está bien, la experiencia traumática puede superarse pero tu historia de vida, la de ellos y la mía se carga todo el tiempo consigo, y vuelven a ser llamados a participar en el conflicto en contra de su voluntad, incluso, si saben su derecho y muestran su carta de inclusión como desplazados, la respuesta que han recibido es, “aproveche, vuelva y tome venganza”, ¿es esa la manera de defender y construir país? podemos brindarles bonos de emergencia, podemos apoyarlos en proyectos productivos, pero ¿no sería mucho más sano darles espacio para la libertad y la dignidad? ¿Somos acaso conscientes que en Colombia, un gran porcentaje de los desplazamientos se dan gracias a las amenazas de reclutamiento por parte de los actores armados legales e ilegales? Que de nuevo, las familias colombianas, las madres colombianas dejan sus vidas atrás, tan sólo por conservar a su lado, aquel ser querido que no quiere participar más de esta dinámica absurdamente guerrerista, donde incluso tendría que enfrentarse y eliminar a sus amigos de la infancia, a sus familiares, a sus vecinos? Rechazo por esto, más allá de la guerra, la indiferencia, la desesperanza, los brazos cruzados y los contentillos del discurso, escojo la crítica y la búsqueda constante.

Ser objetora de conciencia, es tatuarme una historia diferente en mi cuerpo, es expresar en cada uno de mis movimientos, que la guerra no es un reflejo de como quiero relacionarme con las personas, que la competencia no alimenta mi ilusión de poder y que el poder está precisamente en dejar preguntas, en abrir caminos, en ser pretexto para que otros crean y sepan que pueden llegar más allá de lamentos e indiferencia y que todo no está dado, que yo y cualquiera puede desobedecer a un contexto para obedecer a su convicción personal. Hace poco leía que existen sustentos fisiológicos en los seres humanos para la obediencia, el condicionamiento clásico sólo lo confirma, la obediencia en la familia, en el colegio y el trabajo se premia; fácil, aprendemos a obedecer a cambio de premios, tal vez un helado, una buena nota o un sueldo que nos permita vivir con tranquilidad y uno que otro lujo, pero así como mi madre me retaba con argumentos para salir a un parque a mis nueve años, yo reto la obligatoriedad, a un “porque sí, porque no, porque toca, porque así son las cosas”, yo no acepto órdenes porque alguien decida atribuirles ese estatus, el condicionamiento clásico al que fui sometida, afortunadamente fue diferente y así como aprendí a dar razones para lograr ir al parque, ahora construyo razones para defender mi libertad y mi criterio, para como mujer decidir no colaborar con un mandato que si bien hasta ahora no nos afecta como cuerpos, nos afecta como personas, el problema no es simplemente portar un uniforme, o cargar un fusil en nuestras manos, el problema es financiarlo, es justificarlo.

Esta declaración es sólo una excusa, una urgencia y un momento para decir que no pienso ceder mi espacio en el mundo, que mi cuerpo y mi mente se resiste a funcionar al unísono con aquello que se me vende, que se me impone y que no da explicaciones. Que este espacio me pertenece y que siento como mi deber y mi derecho hacer de él, lo que considero irremediable e inminente…creer en mí y en la gente que piensa más allá de su individualidad, creer en quienes comparten conmigo este reto. Quiero darle la cara a aquello que resulta más fácil ignorar cuando eres una víctima invisible de un juego de mesa para quienes nos hacen creer que jugamos a favor de la vida y la justicia, porque juego para mí, para lo que creo y para lo que siento; pues ser invisible no es un consuelo y mucho menos un privilegio, estoy aquí para quien quiera escucharme y pensar por un segundo cuántas cosas de su vida han sido en realidad su propia decisión, porque escuchar a mi conciencia y ser objeto de ella es mi decisión. Todavía mi libélula es más larga, mucho más larga por las preguntas, las tristezas y el silencio de muchos.

Estefanía Gómez Vásquez
2 de marzo de 2009

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Submitted by Anonymous (not verified) on Thu, 30 Sep 2010 - 06:44

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me gusta mucho tu forma d pensar por que la vida es asi como la describes, que la vida no sea una guerra de poder, sino de paz de disfrutar la vida con nuestras familias que solo la tenemos una vez...

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