Las vidas de afro-colombianos/as tienen importancia

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Por Yesenia Barragan

Mientras miles de personas de los Estados Unidos desembocaron en las calles pidiendo que se ponga fin a la brutalidad de la policía y a la violencia de estado luego de la gran decisión del juez de no imputar a Darren Wilson a fines de noviembre, un grupo de veintidós mujeres de color provenientes del norte de Cauca, Colombia, se encontraban marchando a pie a la capital de la nación, Bogotá, para reafirmar que las vidas de las personas de color también importan en Colombia. Para llegar a Bogotá el 27 de noviembre, estas mujeres estuvieron marchando ciento de millas desde su histórica comunidad, La Toma, caracterizada por la mina de oro, para manifestarse en contra de la violencia y la destrucción que provocó la explosión de proyectos ilegales con respecto a la minería de oro, de gran envergadura, controlados por corporaciones nacionales y trasnacionales y protegidos por paramilitares que amenazan continuamente a las mujeres y a sus familias. Desde el año 2009, estas empresas entran de forma ilegal a La Toma, sin el permiso que requieren las consultas previas, un mecanismo legal garantizado por la Constitución de Colombia de 1991, que solicita que, comunidades históricamente ancestrales, como La Toma, deben aprobar cualquier intervención en sus territorios. Sin embargo, a pesar de la ley existente, las protestas constantes y los múltiples encargos, estas compañías y paramilitares continúan manejándose con impunidad en Cauca. Por esta razón, el 27 de noviembre a las cinco de la tarde, estas veintidós mujeres se instalaron en las oficinas del Ministerio del Interior para quedarse hasta que sus demandas (son diez) se satisfagan.

El amor que le tenemos a la vida es mayor que el miedo a la muerte”

Ubicado sobre colinas y valles verdosos y ondulantes al sureste del departamento de Cauca, La Toma, como muchos pueblos de Colombia, fue construido a pulmón y con perseverancia.

A principios del año 1600, trajeron esclavos africanos al pueblo, que para entonces, era La Toma, para trabajar en las minas de oro ubicadas en montañas y en riachuelos, al servicio del creciente imperio español del llamado “Mundo Nuevo”. En 1636, esclavos y fugitivos consolidaron oficialmente La Toma y así se convirtió en uno de los muchos “pueblos libres” y esclavos fugitivos que surgieron de la diáspora africana. Estas comunidades han mantenido a sus familias durante siglos a través de la minería artesanal, la producción agrícola y la pesca. Al igual que sus ancestros, estas mujeres y sus familias se dedican a la minería artesanal y se rehúsan a usar sustancias contaminantes como el mercurio u otros materiales tóxicos que transforman las aguas limpias de los arroyos en masas grises (que yo misma vi en el departamento sobre la costa del Pacífico, Chocó) dejando varias consecuencias amenazantes para la vida.

Sin embargo, este estilo de vida en Cauca, cambió de manera drástica a principios del año 2000, cuando el gobierno colombiano, a cargo del presidente neoliberal de derecha, Álvaro Uribe comenzó a otorgar concesiones de minas a las empresas domésticas y multinacionales sin la consulta de sus residentes. Los paramilitares llegaron a Colombia con las empresas que comenzaron a aterrar a las comunidades de Cauca, como es el caso de la masacre infame de 2001 en Alta Naya, no muy lejos de La Toma, donde ciento de personas murieron y desaparecieron y miles de familias fueron desalojadas. Una vez que obtuvieron las tierras a través del terror, con el paso de los años, estas empresas comenzaron a expandir sus operaciones relacionadas con la minería de oro en busca de nuevos espacios de explotación. Recibieron ayuda de grupos paramilitares como Los Águilas Negras o Los Rastrojos, que anteriormente fueron parte de la organización criminal de paramilitares AUC (Fuerzas Unidas de Auto-defensa de Colombia en español), la cual se volvió a agrupar luego del proceso de desmovilización fallido de principios del 2000. La Toma se convertiría en el blanco del ataque en octubre de 2009.

Por ser una comunidad ancestral habitada por gente de color, fue necesario realizar una consulta a la comunidad de La Toma, según establece el Artículo 330 de la Constitución de Colombia de 1991, antes de que se pudieran otorgar concesiones. No obstante, en octubre de 2009, los aldeanos recibieron una notificación de que su comunidad sería desalojada porque un hombre de nombre Hector Saria había adquirido concesiones para realizar excavaciones en La Toma en el año 2000. Según este hombre, le otorgaron las concesiones porque no se habían registrado ninguna comunidad afrocolombiana que fuera histórica o, de lo contrario, estuviera protegida por el Artículo 330. Por fortuna, en diciembre de 2010, la Corte Constitucional reconoció legalmente a La Toma como una comunidad tradicionalmente de raza negra, a la vez que exigió que se realice una consulta previa, como modo de protección e ilegitimó la intrusión de cualquier persona a La Toma. A pesar de esta victoria, algunas empresas como AngloGold Ashanti, con sede en Sudáfrica, ayudadas por paramilitares como Los Águilas Negras, que amenazaron de muerte en varias ocasiones a líderes de La Toma (y más recientemente, también a periodistas de TeleSUR de Colombia) continuaron sus operaciones de manera ilegal con maquinarias pesadas en comunidades de La Toma.

Queremos vivir sin miedo a los dueños de las maquinarias que nos mandan notas diciendo que ellos saben cuándo salen de la escuelas nuestros hijos, —afirmaron las mujeres en uno de los comunicados emitidos a fines de noviembre.

Luego del fracaso de la sentencia de la Corte Constitucional, las múltiples medidas de protección, las denuncias, y las visitas de comisiones internacionales, y en defensa de la vida y el territorio, las veintidós mujeres de La Toma dijeron decididamente que “hoy se termina”, citando las últimas y escalofriantes palabras de Eric Garner, un afroamericano asesinado hace poco por el Departamento de Policía de Nueva York. A través de cánticos y bailes en las calles camino a la capital, estas mujeres, acompañadas y protegidas por sus hijos, que forman la Guardia Cimarrona (Marron Guard en inglés), han mostrado un espíritu de coraje y perseverancia excepcional.

El amor que le tenemos a la vida es mayor que el miedo a la muerte, —dijo la mujer en el quinto comunicado público.

El 22 de noviembre, mientras se dirigían a Bogotá, las mujeres se encontraron con miembros de la Cooperativa Estudiantil sobre el Impacto Socio-Ambiental de Cajamarca, quienes se oponen también a un proyecto público-privado iniciado por AngloGold Ashancti que consiste en construir allí una de las empresas mineras a cielo abierto más grande de Latinoamérica. En tanto, en Cajamarca, la policía y las fuerzas armadas de Colombia detuvieron y cachearon a muchos jóvenes y defensores de las mujeres y les dijeron que llegaron allí sólo para “meterse”.

Una vez dentro del Ministerio del Interior, desde el 27 de noviembre, las mujeres se rehúsan a dejar la oficina hasta que no satisfagan sus diez demandas, las cuales incluyen: la inmediata confiscación y destrucción de la maquinaria pesada en varias municipalidades del norte de Cauca, indemnizaciones por los daños ambientales a la soberanía de sus alimentos como consecuencia de la minería ilegal, garantía de protección para sus líderes y sus familias, la revocación de las concesiones mineras ilegales y el reconocimiento de la minería ancestral en sus comunidades históricas y la comunicación directa entre estas mujeres y aquellos que supervisan las negociaciones de paz en la Habana, “porque la Paz sin territorios libres no es Paz”. Amenazadas de desalojo por la ESMAD, policía antidisturbios de Colombia, las mujeres ocuparan las oficinas hasta que se firmen los acuerdos y se forman los grupos de trabajo con objetivos concretos.

Estamos en reunión permanente porque somos parte de la solución, —me dijo Charo Minas Rojas, miembro del grupo de trabajo del Proceso Internacional de las Comunidades Negras—. No vinimos aquí con acuerdos o propuestas nuevas, vinimos para que se cumplan los acuerdos que las instituciones prometieron, y porque dicho incumplimiento se ha convertido en amenazas y los riesgos para nuestras vidas se han incrementado.

Efectivamente, es crucial que el público colombiano e internacional reconozca y apoye la lucha de estas veintidós mujeres que están arriesgando sus vidas y las de sus familias para lograr una vida digna y pacífica en sus hogares. El público debe hacer responsable al Presidente Santos y a aquellos que están bajo él (y los que están ante él) por no cumplir con sus funciones y no proteger los derechos constitucionales de estas comunidades ancestrales como La Toma. No obstante, si los comentarios de Santo sobre las consultas previas indicaran algo (en agosto de 2013, dijo que las consultas previas eran “un instrumento perverso para retrasar el progreso del país”), sin dudas será una lucha. Pero estas mujeres, al igual que sus antecesores, conocen muy bien la lucha, y su ejemplo de fortaleza nos muestra que la lucha por la vida también sobrevive en Colombia.

Yenesia Barragan es una estudiante del Doctorado de la Historia Latinoamericana de la Universidad Columbia y una antigua activista de la solidaridad. Es la autora de Selling Our Death Masks: Cash-for-gold in the Age of Austerity de los libros Zero.

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