Militarismo y masculinidad

de
es

»La cuestión de la supervivencia humana, ante la renovada carrera armamentística mundial y la destrucción generalizada del medio ambiente, nos obliga a entender el importante papel que desempeña el género en el juego de las fuerzas sociales.«

Robert W. Connell

»Tanto si combate en Croacia como en Bosnia, Serbia, Indochina o Uzbekistán, tanto si lucha por una fuerza de liberación como por una imperialista, el soldado viola mujeres. Lo siente en su cabeza, en su fusil y en su miembro viril: eso es justamente a lo que le incita la civilización....
Y más que por ser una “recreación” del guerrero, lo que le mueve es la afirmación de su propio poder y la satisfacción de ser un hombre de verdad.
«

Lepa Mladjenovic

En los análisis feministas se dibuja inequívocamente una imagen del varón como “guerrero”, del soldado como violador. En el ámbito antimilitarista se acepta de forma prácticamente universal que la guerra y la violación, el ejército y la prostitución, forman un todo inseparable. Numerosos análisis de antimilitaristas varones concluyen del mismo modo, lo cual puede parecer un recurso fácil para desmarcarse de esta “imagen del hombre” - tal y como hace, por ejemplo, Klaus Theweleit, en su descripción del hombre fascista - y no tener que seguir profundizando en otras reflexiones sobre la masculinidad. Por otro lado, la cuestión del género en el ejército prácticamente no se aborda, a pesar de que quienes practican este tipo de violencia son casi exclusivamente varones.

A riesgo de que parezca exagerado considerar la guerra como tan sólo una forma especial de violencia de hombres contra otros hombres, que forma parte de una “tríada de la violencia masculina” (violencia contra las mujeres, contra otros hombres, contra sí mismos), lo cierto es que no puede separar fácilmente la guerra o el militarismo de otras formas de violencia masculina, tal como nos indica, por ejemplo, el aumento de la violencia contra las mujeres en las regiones sumidas en conflictos bélicos. Stasa Zajovic observa que los veteranos de guerra “(se convirtieron) en los principales violadores de Serbia”, tanto en el ámbito público como en sus hogares.

En este artículo pretendo exponer básicamente que la masculinidad y el militarismo van tan de la mano como Ekkehart Krippendorf afirma que lo hacen el Estado y la guerra. Al igual que el antimilitarismo se vacía de contenido sin una crítica al Estado (o se queda en una noción burguesa del pacifismo), también el antimilitarismo que no rompa radicalmente con la masculinidad, a la larga, sólo puede fracasar.

Nación, masculinidad y ejército

La imagen que se tiene del varón no es inmutable, ni siquiera uniforme. Por regla general, existen distintas “masculinidades”, sometidas las unas a las otras dentro de un orden jerárquico y en pugna por la hegemonía. Lo que hoy se entiende por “masculinidad” es, en realidad, muy reciente desde un punto de vista histórico, y su aparición está muy ligada al surgimiento de la sociedad burguesa. A este respecto, Mosse comenta: “Lo que hoy entendemos por masculinidad ejerció una gran influencia en la definición de lo que constituye un modelo correcto de conducta y de ‘moral’, es decir, la forma comúnmente aceptada de desenvolverse y actuar en el ámbito social en los siglos pasados”.

Connell define la(s) masculinidad(es) como “una ordenación de prácticas que se construye en torno a la posición que ocupan los hombres en el esquema de relaciones entre los sexos”.

La(s) masculinidad(es) no se puede concebir sin pensar también en la(s) feminidad(es), que se concibe mayormente como un complemento de la masculinidad, o, en todo caso, siempre subordinada a ella. A menudo se considera el patriarcado como la forma más antigua de dominación del ser humano sobre el ser humano.

No deja de ser curioso que, hasta aproximadamente la primera mitad del siglo XVIII, hombre y mujer se considerasen, precisamente desde el punto de vista biológico, como parecidos, si bien el “hombre” constituía la norma, y la “mujer”, la desviación de la misma. No fue hasta la aparición de una “antropología especializada” en lo femenino que surgió la noción de una diferencia esencial entre los sexos y un “discurso sobre la naturaleza sexual de la mujer [...] que después, con la eclosión de la sociedad burguesa, sirvió de justificación para la estricta y completa exclusión de la mujer del ámbito público y su total reclusión a la esfera doméstica”.

La imagen burguesa del varón que surge a partir de entonces no sólo va contra la mujer de forma patriarcal - a través de la aparición de un “movimiento masculino político” hacia finales del siglo XVIII, que apuntaba a limitar la influencia de la mujer en el Estado y la sociedad -, sino también contra las masculinidades de la nobleza, el campesinado y el proletariado.

La estructura del Estado moderno en el ámbito europeo-norteamericano es un producto de los conflictos bélicos; prácticamente todos los estados nacionales actuales nacieron como resultado de guerras y descansan sobre una arraigada institucionalización del poder masculino. Esto también tuvo efectos sobre la “imagen del hombre”, pues “la posición central del mando militar en este proceso hizo que los ejércitos fueran una pieza decisiva en el desarrollo de las maquinarias estatales, y las hazañas bélicas devinieron un factor ineludible en la construcción de la masculinidad.”

Aún más reciente que los estados nacionales es el servicio militar obligatorio, que es un producto de la Revolución francesa y, por ello, de la sociedad burguesa, aunque en ningún caso “un hijo legítimo de la democracia”. La obligatoriedad del servicio militar en Alemania está íntimamente vinculada a la “guerra de liberación nacional” contra Napoleón, y es justamente aquí donde se hace patente la estrecha relación con el “estereotipo masculino” burgués (Mosse).

En el ejemplo de la “guerra de liberación” se puede ver cómo surgió una masculinidad “patriótico-defensiva”, que equiparaba “defensivo” y “alemán” con “masculino” y los diferenciaba, en tanto que “antitipo” (Mosse), de “no alemán", "románico” [por sus vecinos de origen latino] y “cobarde”, que quedaban más bien subordinados al estereotipo femenino. Fue precisamente esta “exaltación de la masculinidad” lo que tuvo una importancia fundamental en la construcción de la ideología nacional de la “alemanidad” y en el fomento del espíritu bélico nacional. La introducción del servicio militar obligatorio sólo fue posible a través de una militarización de las nociones de masculinidad. Esta “militarización de la masculinidad (burguesa)” se consiguió en Alemania (Prusia) a través de la vinculación de los derechos civiles (voto, etc.) con la “obligación de defender la patria”, si bien las necesidades militares tenían prioridad y, a pesar del servicio obligatorio, las libertades civiles aún se harían esperar.

A principios del siglo XIX, tanto militares como nacionalistas burgueses se quejaban de que entre la ciudadanía “el ansia de dinero y beneficios” le había ganado la partida al sentimiento de “sacrificio” patriótico. Para el reformista militar Gneisenau era importante “volver a despertar, propagar y alimentar” el espíritu bélico entre la población masculina. Al principio, las virtudes bélicas o “soldadescas” no dominaban los discursos sobre masculinidad de la época, aunque se daba por sentado que el varón tenía que ser “el amo, paladín, juez, sostén y guía de su hembra y sus hijos”. Los varones burgueses mantenían una postura más bien crítica frente al ejército y abrigaban grandes dudas de que “sólo a través del servicio castrense se pudiera alcanzar el honor y demostrar fuerza y valor masculinos”. Esto reflejaba una vez más que, en general, para la burguesía, el ejército no formaba parte de su imaginario vital. Éste quedaba reservado a la baja nobleza, que constituía su cuerpo de oficiales e, incluso, parte de la tropa rasa.

No fue hasta la reorganización del sistema militar que se llegaría al punto - y se convertiría en condición indispensable - de que “no servir en el ejército constituye una deshonra, a menos que exista un impedimento físico que no lo permita”. Así, la obligatoriedad del servicio militar tuvo por resultado que “a lo largo del siglo XIX, el carácter masculino incorporase cada vez más elementos castrenses. Los valores militares y sus nociones del orden [...] se convirtieron en patrimonio colectivo de la nación masculina.”
Lo que de aquí surgió fue un “nuevo esbozo patriótico-militar de la masculinidad que giraba en torno a conceptos como ‘honor’, ‘sentido de libertad’, ‘piedad’, ‘fuerza’, ‘camaradería’, ‘virilidad’, ‘valor’, ‘gloria’, ‘lealtad’ y, por encima de todo, ‘patriotismo’ y ‘defensa’. Esta imagen, desarrollada principalmente en el discurso bienintencionado de la burguesía culta y del ejército reformado, entrelazaba los viejos valores prusianos del honor soldadesco, la virtud de los mandos aristocráticos y la ética cristiano-burguesa con las nuevas nociones de participación ciudadana masculina. Con el fin de lograr un mayor movilización bélica, este esquema se dotó de especificidades para las diferentes generaciones y clases sociales.” Con ello se introdujo además una “biologización” del carácter de los sexos, que dio pie a la construcción de una oposición casi “natural” entre “hombre” y “mujer”.

Más tarde, con la industrialización y el desarrollo de una maquinaria estatal burocrática, surgieron formas más calculadoras, racionales y controladas de masculinidad. La institucionalización de los ejércitos de masas y el nacimiento de una ciencia militar especializaron la violencia y la proveyeron de una “racionalidad” que desembocó en la I Guerra Mundial y los alzamientos revolucionarios.

El ideal fascista de masculinidad surgió como consecuencia de todo ello inmediatamente después de la I Guerra Mundial, pero no era algo del todo nuevo, sino que contenía otras imágenes de la masculinidad, como la del Movimiento Juvenil alemán, por ejemplo. En los escritos de Ernst Jünger aparece claramente la fuerte influencia que tuvo la camaradería en tiempos de guerra sobre el paradigma fascista de sociedad y Estado. Jünger habla del guerrero como una “figura de acero” en la que se funden elementos técnicos y rasgos bélicos que forjan la personalidad del varón. “Este arquetipo de guerrero se va templando bajo el fuego incesante de las batallas de desgaste, para aparecer finalmente como guerrero implacable e inconmovible.”

La masculinidad fascista se desmarcó de la racionalidad burguesa y desterró la República al ámbito de lo “femenino”. Por ello, la masculinidad así definida por el fascismo no se caracterizaba por virtudes que podrían ser útiles en la vida cotidiana, sino por la lucha y la voluntad de sacrifico, como esa figura de acero “que sólo halla las condiciones necesarias para su existencia en la guerra y la violencia”. La sociedad burguesa se representaba entonces como la “masificación y el adocenamiento” (Theweleit) que desgasta al individuo masculino, que carcome la “coraza corporal” del hombre fascista y entraña un peligro para el orden masculino, peligro al que sólo se puede oponer la sociedad masculina como más elevada “instancia cultural”.

Sin embargo, cabe resaltar que la masculinidad fascista no era sino una exaltación de la masculinidad normativa, a la que aportaba un tinte más agresivo e intransigente. Simplemente llevaba esta variante de la masculinidad basada en la dominación hasta el extremo de la irracionalidad. Mosse hace hincapié en que “el fascismo, y especialmente el nacionalsocialismo, mostraron con brutal claridad las atroces posibilidades que entraña la masculinidad moderna cuando prevalece el aspecto bélico”.

¿Nuevo militarismo, nueva masculinidad?

Tras la II Guerra Mundial, la “masculinidad militarizada” del fascismo cayó en descrédito. Con la derrota del fascismo se abolió la institucionalización de una masculinidad hegemónica caracterizada por la irracionalidad y la violencia personal. Pero es que, además, ya no resultaba funcional para la reconstrucción durante la postguerra. Algo parecido sucedió en los Estados Unidos, donde, después de la guerra, la masculinidad que se hizo hegemónica fue la que define el papel del hombre en función de la familia y el consumo (el llamado “hombre organizacional”). Otras formas de masculinidad, que no querían encasillar al hombre en la familia o en un anónimo trabajo de oficina y que llamaban a la “libertad y la aventura”, sirvieron en parte como “masculinidades de protesta” o fueron “homosexualizadas” y, por ello, marginalizadas.

En Alemania también se acentuaron las masculinidades que, de una forma manifiestamente “desenfadada”, empezaron por desmarcarse de lo militar. Sin embargo, estas masculinidades podían ser, especialmente en el mundo proletario juvenil, extremadamente rudas y agresivas, una “puesta en escena de fuerza corporal y superioridad física”. Tras la reintroducción del servicio militar obligatorio en 1957, se hizo evidente que estas masculinidades no eran en absoluto antimilitaristas, sino totalmente compatibles con el cumplimiento del deber militar.

A primera vista esto parece contradictorio, tanto más cuanto el rechazo a la remilitarización y al servicio militar era grande. El número de alemanes occidentales que se negaron a “hacer la mili” aumentó de junio de 1949 a noviembre de 1950 en un 73%. Tres cuartos de la población se manifestaron en contra de la introducción del servicio obligatorio y un 40% quería poder acogerse a la objeción de conciencia. También a finales de 1952, más de un 70% se negó a ser reclutado. A pesar de ello, la introducción del servicio militar obligatorio transcurrió sin problemas el 1 de abril de 1957, y al principio el número de negativas a incorporarse a filas fue muy bajo.

En este proceso no se debería subestimar el factor de la “masculinidad”. El fantasma de perder la “hombría” puede aparecer por mucho que se rechacen las actitudes militares y la “voluntad de servir” en el ejército. Y esto es especialmente cierto en el caso de las formas de masculinidad proletarias, con su fuerte énfasis en el poderío físico y la fuerza corporal, que son muy aprovechables en el ámbito castrense. El entrenamiento de armas en el ejército hace que “las armas, ‘extrañas’ en la vida civil, que sólo existen en forma simbólica [...] para el hombre adulto [...] de repente queden a su alcance. El arma acompaña al varón en su transición de niño a hombre. [...] Las armas se convierten en atributos de poder en los conflictos con otras personas.” El “constructo de la masculinidad” que pretende conseguir el ejército se centra en la organización de los impulsos y actitudes agresivos y alcanza su punto álgido en el ideal del guerrero.
La objeción de conciencia pone en cuestión este ideal: “Los contrarios y los partidarios al servicio militar que se pelean bajo el lema de ‘matar, no – matar para defenderse, sí’, no sólo hablan de la violencia militar, sino también - y sin ser conscientes de ello - sobre los ideales de masculinidad.” Si bien, que yo sepa, no existen trabajos de investigación sobre este aspecto desde la época de la reintroducción del servicio obligatorio y hasta los años 80, sí que podemos recurrir a estudios empíricos realizados en los años 80. Según éstos, un motivo importante para hacer la mili - si bien con un matiz completamente civil - es la posibilidad de poder realizar deseos que serían inalcanzables en la vida civil, “en la que el deseo de hacerse con una identidad claramente masculina es de importancia fundamental”, según Hanne-Margret Birckenbach. “Clasificar el rechazo al servicio civil, que sienten los partidarios de servir en el ejército, como una falta de sensibilidad social difiere completamente de la imagen que ellos tienen de sí mismos. Los que son partidarios del servicio militar también quieren contribuir a la sociedad, asumir responsabilidades y ser reconocidos por ello. Pero no quieren obtener ese reconocimiento por medio de actividades asistenciales tradicionalmente asociadas a las mujeres, sino como hombres (cursiva del autor de este artículo)”. Ven la objeción de conciencia, por lo tanto, como “poco viril” y la asocian a “cosa de mujeres”, mientras que el ejército promete “apoyar su fuerza y ansia vital contra el miedo a la soledad, a la muerte y al deterioro de su red de relaciones sociales”. A través del ideal de masculinidad que ofrece y preconiza el ejército podrán, pues, “ver realizadas sus fantasías de potencia de combate y defensa, de violencia”.

La objeción de conciencia representa, pues, un cuestionamiento a la demostración de virilidad basada en el “potencial de fuerza, combate y defensa”. Y es justamente a eso a lo que apunta la principal crítica del antimilitarismo a la masculinidad militarizada, a la imagen del “guerrero”, a “Rambo” como prototipo de la imagen del varón. Pero como ésta representa tan sólo una forma de la masculinidad militarizada, Cynthia Enloe, ya en 1988, observó: “Si bien el análisis de la “ramboización” constituye una importante labor política de las feministas, ocuparse sólo de este aspecto supone limitarse a una sola forma de masculinidad militarizada: la de los soldados carne de cañón. Sin embargo, la realidad es que los sistemas militares actuales precisan de por lo menos tres o cuatro constructos diferentes de masculinidad para poder mantener su estatus. Es posible que estas otras masculinidades no reporten grandes éxitos de pantalla, pero en todo caso tienen que ser observadas, y criticadas, desde la perspectiva feminista.”

La imagen tradicional de la masculinidad militarizada ha dejado de ser funcional incluso para el propio ejército. La imagen clásica del militar, con su fijación en combatir y matar, ya no tiene el papel protagonista en unos ejércitos altamente tecnológicos y con un amplio reparto de funciones. La ideología del combatiente, de cara a “la planificación militar y estratégica en la paz y en la guerra, en las circunstancias de hoy y de mañana, constituye un esquema que a duras penas se ajusta a la realidad”.

El desarrollo de la tecnología militar tras la II Guerra Mundial, y los avances que se dieron paralelamente en la industria, también provocaron cambios en la masculinidad. Lo que pasó a ser de primera necesidad fue la habilidad “técnico-organizativa”. “La enorme proliferación de escuelas y universidades durante el siglo XX, la multiplicación de oficios “profesionales” que exigen conocimiento especializado, así como la creciente importancia de la tecnología y el desarrollo de las industrias de la información, son aspectos de una transformación a gran escala de la cultura y del sistema de producción que trajo consigo una nueva fragmentación de la masculinidad hegemónica del siglo XIX.” La formas de masculinidad fundamentalmente basadas en la dominación - entre ellas la imagen clásica del guerrero, sin olvidar la del hombre Marlboro - entraron en conflicto con la “masculinidad que se amalgama en torno al ejecutivo agresivo y el conocimiento técnico.”

Para el ámbito de los EE. UU., Connel propone la tesis de que “el modelo emocional de la política de Reagan [...] constituyó un renacimiento de la primera de estas modalidades de masculinidad y [...] desechó la segunda”; las masculinidades de dominación ganaron ampliamente la partida a las del ejecutivo agresivo. El gobierno de Reagan se caracterizó, además, por una agresiva política exterior, sobre todo desde el punto de vista militar.

En el caso de Alemania quizás se pueda plantear la hipótesis de que, a más tardar tras la disolución de la RDA, tuvo lugar asimismo un renacimiento de las formas de masculinidad basadas en la dominación. Así lo indica el aumento del racismo y, sobre todo, de la violencia racista - aunque también homofóbica - de los últimos años. La creciente orientación del despliegue del ejército alemán fuera de su territorio ha vuelto a hacer muy necesaria la tradicional ideología del combatiente, aunque de una forma diferente y no como única y exclusiva masculinidad. Si bien en 1986 Hanne-Margret Birckenbach, aún podía afirmar, y con razón, que el ejército alemán no poseía tradición de combate y que el peligro de una intervención bélica era mínimo - por lo que la “destrucción de la identidad civil” en dicho ejército no era tan contundente como, por ejemplo, en el caso de los veteranos norteamericanos de Vietnam -, hoy cabe preguntarse hasta qué punto esto sigue siendo cierto para las nuevas tropas de élite alemanas, como las fuerzas de respuesta a las crisis o los comandos de operaciones especiales.

Al mismo tiempo, esta forma concreta de masculinidad ya no puede jactarse de ser generalmente aceptada por toda la sociedad. Tanto es así que la publicidad del ejército recurre mucho más a las formas de masculinidad que evocan imágenes de ejecutivos y tecnócratas, lo cual, por otro lado, también responde a sus necesidades actuales de personal. Los anuncios televisivos que muestran imágenes de soldados arrastrando sacos de arena tras las inundaciones del verano de 1997 no remiten a la imagen del guerrero, pero sí a una imagen del hombre que demuestra su valía a través de una entrega extraordinaria en situaciones de emergencia. Pero estas formas de masculinidad están a menudo vinculadas a una fuerte orientación civil, dando así un matiz “más cívico” al ejército, bajo la máscara de “intervención humanitaria” o de “mantenimiento de la paz”.

¿Antimilitarismo masculino?

Erich Landrocker critica la “ceguera patriarcal del anarquismo”, una “ceguera” – y no deja de ser problemático que esta metáfora recurra a una característica física tildándola de deficiencia - que se puede constatar, quizás incluso en mayor medida, en el antimilitarismo, así como en los círculos libertarios.
No sólo Mosse señala que el antitipo de la masculinidad hegemónica también se mide por este mismo rasero hegemónico. En La imagen del hombre explica cómo los hombres judíos, en su rechazo al estereotipo negativo, se esforzaron por acomodarse a la imagen hegemónica burguesa del hombre. Algo parecido ocurrió en los inicios del movimiento homosexual en la República de Weimar y también se puede observar en el pacifismo y el antimilitarismo. A pesar de haber rechazado el ideal del guerrero, los y las pacifistas no pudieron substraerse a la masculinidad imperante. Su imagen del hombre también mostraba que el varón tenía que ponerse al “servicio de una causa más elevada”, que “ya no era el nacionalismo, sino una sociedad humana. Evidentemente, la condición indispensable para ello era que, en primer lugar, formase su propio espíritu como ser moral libre”. Así pues, compartían con la masculinidad tradicional del guerrero “el ideal de pureza moral”, la creencia de que “las normas de conducta consensuadas por la sociedad constituyen los atributos esenciales de la masculinidad”.

Erich Maria Remarque, por ejemplo, en su novela antibélica Sin novedad en el frente (1929), critica la “deshumanización general que se da en el campo de batalla”, pero aun así idealiza las relaciones entre los soldados y describe con aprobación la capacidad de resistencia y el temple frío en la batalla.
Bart de Ligt, uno de los más brillantes representantes del antimilitarismo radical holandés, ofreció al movimiento Scout inglés - que veneraba un ideal de masculinidad - un modelo de “ejército no violento de trabajo”. Para él, “el entrenamiento físico de la nueva juventud debe poseer un carácter muy diferente al del entrenamiento militar actual; se trabaja para conseguir la armonía del hombre en su totalidad, que contempla no sólo el cuerpo, sino también la mente y el espíritu”.

También Kurt Hiller se oponía con vehemencia a que el pacifismo se considerase como “poco varonil”. A quienes tildaban el pacifismo de “pacato” o de tener “mentalidad de cordero”, él replicaba con dureza insistiendo en que era un “movimiento de lucha por una idea”. Aquí se transluce de nuevo el ideal de la lucha por una idea elevada, como único medio de demostrar la propia masculinidad.

Tras la II Guerra Mundial tampoco se rompió totalmente con esta visión. Si bien se reconoció, en parte, que la masculinidad es un factor bélico – Theodor Michaltscheff escribió, por ejemplo: “En la familia, en la escuela y a través de la tradición se nos educa para ver la ‘masculinidad’ solamente en la resistencia por la fuerza bruta y empuñando armas” -, lo que se predicaba en realidad era que “para actuar según las leyes del amor y la no violencia hace falta exigirle mucho más a la verdadera masculinidad (cursiva del autor del artículo).” Esto, a su vez, conllevaba refutar los ataques a la masculinidad de los antimilitaristas por falta de valor o cobardía. El hombre ya no tenía que demostrar su valía en la guerra, sino en la “resistencia a través de las ideas” y de soportar las injusticias. “Lo que marca la diferencia es el espíritu con que se soporta la injusticia sufrida. Si se hace por miedo a que cejar en la resistencia pueda comportar algo peor, eso es cobardía; sin embargo, cuando la resistencia surge de la fuerza interior y de una visión esclarecida, entonces es masculinidad de primera clase, que se eleva muy por encima de la ‘masculinidad’ del perpetrador de la violencia (cursiva del autor del artículo).”

Las primeras reflexiones sobre la masculinidad no empezaron a aparecer hasta finales de los años 60, a resultas del movimiento feminista. Así pues, fueron suscitadas por una presión externa y no por una llamada de atención desde dentro, aunque ciertamente reflejaban las transformaciones y la fragmentación de la masculinidad hegemónica, como ya se ha mencionado. El movimiento hippie, por ejemplo, quería, lo cual no dejaba de ser positivo, “destruir un ídolo de ‘masculinidad’ erigido durante siglos sobre el pedestal del capitalismo calvinista”. Sin embargo, tal vez fuera demasiado optimista pensar que “los hippies y los beatniks son un ejemplo viviente de que un hombre puede ser diferente. Y parece que ya estamos asistiendo al derrumbamiento del orden social establecido.” Aquí aparece de nuevo el patrón que encontramos hasta hoy: el rechazo más bien simplista del ideal de masculinidad del guerrero, del hombre que debe “irradiar fuerza, rudeza, voluntad de imponerse, superioridad, capacidad de superación, dureza, combatividad”, y “saber darlas y tomarlas”. Desmarcarse de esta imagen del hombre no debía de ser muy difícil, para después pasar a venerar otro ideal de masculinidad.

Durante un tiempo, hubo (¿y hay?) en el antimilitarismo y en el movimiento pacifista una visión muy generalizada del papel de los sexos en la sociedad, que derivaba del hecho de que, puesto que la dominación masculina patriarcal había llevado a la guerra, a la violencia y a la destrucción del medio ambiente, ahora les correspondía a las mujeres “salvar al mundo”. Esta visión entraña el riesgo de caer en un biologismo determinista según el cual las mujeres son pacíficas por naturaleza y los hombres, agresivos y belicistas. Llevada hasta un extremo, esta visión sería una declaración de quiebra total del movimiento antimilitarista.

Actualmente, resulta más problemático y más difícil superar el “machismo alternativo” que se da en las formas de acción de protesta y que mide el grado de compromiso de las personas en función de determinadas formas de resistencia o por el número y duración de sus condenas a prisión. Las acciones basadas en la confrontación, así como las acciones individuales “heroicas”, como la insumisión - por muy útiles que puedan ser -, presentan a todas luces puntos de contacto con el modelo tradicional de masculinidad y pueden reproducirlo dentro del movimiento antimilitarista.

Desde la perspectiva feminista también fue muy criticado el énfasis en “el aguante al sufrimiento” en el ámbito de las acciones no violentas, que para los hombres puede ofrecer una escapatoria a las formas de masculinidad dominante (aunque también se puede interpretar como “masculinidad de primera clase”, como ya se ha expuesto anteriormente), pero que reproduce el papel tradicional de víctima para las mujeres y que, por ello, no constituye un acto de liberación ni de desobediencia a las expectativas sociales respecto a los roles de los sexos.

Así pues, mientras que las mujeres ejercían (y ejercen) la crítica a las “formas de resistencia masculinas”, por parte de los hombres sólo se registran demandas aisladas de plantearse explícitamente la masculinidad. En un revelador artículo traducido del inglés sobre “Masculinidad y violencia” del verano de 1977, se puede leer, por ejemplo: “Cuando la imagen predominante de la masculinidad apoya el militarismo, ¿qué es lo que puede fomentar la paz? ¿La feminidad? No, porque esta imagen predominante también fue creada por el patriarcado. [...] Tenemos que permitir que nuestra creatividad deje atrás las definiciones que nos han venido impuestas por el patriarcado”. Tomen nota, pues, de que “la masculinidad y la violencia están tan estrechamente relacionadas que no se puede vencer a tan sólo una de ellas.”

Doce años más tarde, también Uli Wohland observó que cuando surge el tema de “militarismo y masculinidad [...] quizás se remueve lo más hondo de nuestra naturaleza como hombres”, y de ahí que “el habitual desinterés de los hombres lo aparte muy fácilmente de la conciencia y lo convierta en tabú”. Concluía con la demanda de “replantearse una serie de prácticas y conceptos que son muy significativos para el movimiento antimilitarista, así como para los círculos libertarios: paz, poder, dominación, no violencia y, ante todo, el rumbo futuro del trabajo antimilitarista. La primera tarea sería, sin lugar a dudas, enfrentarse a las estructuras sexistas en los propios grupos políticos e incluso sacar a la luz la ‘complicidad’ que mantienen los hombres antimilitaristas o anarquistas con el patriarcado y el militarismo.”

Conclusión

Las demandas de Uli Wohland siguen sin respuesta aún diez años más tarde. Mientras que las estructuras sexistas - mayormente por exigencia de las mujeres - se discuten hoy en día más que hace diez o veinte años, el “hombre antimilitarista” se sigue contentando básicamente con desmarcarse de la imagen del guerrero y, por lo demás, dejar de lado la cuestión de la masculinidad. Sin embargo, debería ser evidente que “la imagen del hombre” es una condición sine qua non del mantenimiento del militarismo y, por lo tanto, no abordar explícitamente esta cuestión acabará pasando factura al movimiento antimilitarista.
El aumento de objetores de conciencia desde los años 70 se puede relacionar claramente con un cambio de la masculinidad hegemónica, pero no por ello podemos olvidar que estas nuevas formas de masculinidad siguen siendo igualmente patriarcales. El actual estancamiento, e incluso descenso de la OC, podría estar relacionado con un nuevo regreso de las formas de masculinidad más agresivas, basadas en la dominación.
Si bien podemos contar con que la obligatoriedad del servicio militar sea abolida en un futuro cercano, el deseo de “hacerse hombre” no dejará por ello de ser un incentivo para los futuros soldados, temporales y profesionales. Por otro lado, las masculinidades agresivas también pueden llevan a una mayor aceptación social de las “soluciones militares a los conflictos” y entorpecer así el proceso de una auténtica y total desmilitarización. La superación de las visiones actuales de la masculinidad (y la feminidad), así como la comprensión del “juego de las fuerzas sociales en las que el género desempeña un papel fundamental” (Connell), constituyen, pues, tareas ineludibles del antimilitarismo.

Si el militarismo y la masculinidad no son sino dos caras de la misma moneda, tal y como expone este artículo, un antimilitarismo que se precie no puede ser más que antipatriarcal: tiene que hacer de “la ruptura radical con la masculinidad” un componente esencial de su análisis teórico y su práctica política.

Andreas Speck

Publicado originalmente en Schwarzer Faden, 1998

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