La historia de Richard
Regresar a Objeción de Conciencia: Una guía práctica para los movimientos
Richard Steele, de Sudáfrica, fue encarcelado tres veces en los años ochenta por su activismo contra el apartheid. Durante esa década, fue encargado del Asentamiento Phoenix, el ashram original de Gandhi en las afueras de Durban, y luego trabajó para la International Fellowship of Reconciliation (Agrupación Internacional de Reconciliación), también radicada en Durban. Fue activista en la Campaña por el Fin de la Conscripción y aquí nos cuenta esa experiencia y la suya propia como hombre blanco que ejerció la objeción de conciencia contra el régimen del apartheid.
El 25 de febrero de 1980, en Pretoria, fui condenado por un tribunal castrense a doce años de prisión militar por negarme a presentarme al servicio militar obligatorio. Tenía veintitrés años y recién había terminado una licenciatura en Psicología e inglés, así como un diploma de posgrado en Pedagogía por la Universidad de Ciudad del Cabo.
Me negué a presentarme al servicio militar porque la ética que regía mi conciencia se basaba en el respeto a la vida, al amor y a la noviolencia. Por ello, no podía participar en una organización como la SADF (South African Defense Force, Fuerza de Defensa Sudafricana), que se dedicaba a la violencia y a matar, y entrenaba a gente para hacerlo. Hubiese tomado la misma decisión independientemente de qué fuerza militar en el mundo me buscara para reclutarme. Era, y todavía soy, un pacifista universal. La ética que rige mi conciencia también me hizo objetar y oponerme a la violencia del apartheid y a cualquier institución que la perpetuara. Pude ver que la SADF era un instrumento importante en el mantenimiento de la dominación blanca, por eso mi rechazo a servir en ella fue un esfuerzo deliberado por debilitarla y, a la vez, debilitar el régimen del apartheid. Finalmente, consideré mi postura de objeción de conciencia como un desafío hacia los patrones de condicionamiento y dominación masculinos, donde lo militar simboliza y perpetúa una asociación entre la masculinidad y la violencia.
¿Cómo desarrollé mi ética, mi conciencia? Me crie en Kempton Park, cerca de Johannesburgo. Mi familia siempre vivió en zonas blancas, asistía a iglesias blancas y mi hermano, mi hermana y yo asistíamos a una escuela blanca. Sin embargo, mis padres eran “libera-les” y votaban por partidos de la oposición en el parlamento, todo blanco, y nos enseñaron a respetar a todas las personas. En 1975, un año después de terminar la preparatoria, me fui como estudiante de intercambio Rotary a Cortland, Nueva York, donde tuve la experiencia de vivir en un barrio sin segregación racial y cursé el décimo segundo grado en una escuela también sin segregación racial. Ese año abrí los ojos y la mente a una realidad distinta.
A mi regreso a Sudáfrica, fui a la universidad en Ciudad del Cabo. Corría el año 1976, el año de la revuelta estudiantil en Soweto. Pude observar que la realidad política de Sudáfrica se basaba en la prepotencia blanca y en la discriminación racial y económica. Mi primera acción política contra el apartheid fue aquel mismo año, cuando formé parte de una manifestación estudiantil en apoyo a los estudiantes de Soweto. Durante los cuatro años siguientes, pude desarrollar y aplicar mi ética de forma cotidiana. Me esforzaba en trabar amistad con personas negras e infringía las leyes del apartheid siempre que podía. Por ejemplo, cuando iba en transporte público, me sentaba en los lugares destinados a los negros en trenes y autobuses.
El gran desafío, sin embargo, me llegó cuando terminé la universidad y me llamaron a filas. No me fue difícil ver que debía negarme a ser reclutado, porque entrar en la SADF iba contra mi conciencia, pero ¿estaba preparado para afrontar las consecuencias? ¿Estaba preparado para ir a la cárcel, e incluso quizá morir ahí, por mis creencias? Ese mismo año los periódicos habían publicado la historia de un prisionero que estaba en la misma cárcel a la que yo sería sentenciado. Este había muerto a causa del adiestramiento de castigo y las palizas que le propinaban sus compañeros de celda. Yo sabía que no iba a colaborar con el adiestramiento de castigo[1], pero no tenía ningún control sobre cómo me tratarían los demás prisioneros. Me planteé irme de Sudáfrica y buscar asilo político en Zimbabue o los EE. UU., o en Holanda o Inglaterra, pero luego pensé: “No, yo soy de aquí y es aquí donde debo hacerme oír". Así que cuando me llegaban las cartas de reclutamiento, las devolvía con un escrito de rechazo. Entonces fui detenido, sometido a juicio y condenado, como ya he mencionado.
La prisión fue muy dura. Como era una cárcel militar donde todos los reclusos eran soldados, teníamos que vestir el uniforme militar y someternos a la disciplina militar, con largas marchas, ponernos firmes, saludar, etc. Sin embargo, me negué a cooperar con cualquier actividad militar, por lo que me condenaban a largos periodos de aislamiento como castigo adicional. Finalmente, decidieron suspender el castigo complementario y pasé los últimos meses trabajando en los jardines de la prisión.
Este cambio se debió en gran parte a la amplia difusión nacional e internacional que generó mi caso ya que Peter Moll también estaba en ese momento en prisión conmigo. Peter es mi primo herma-no –su madre y mi madre son hermanas- y pasamos mucho tiempo juntos de niños y como estudiantes en la universidad. Estábamos entre los primeros objetores de conciencia que fueron a la cárcel. Reconozco que nuestro relativo prestigio social, como personas blancas con una buena formación, ayudó a atraer la atención hacia nuestro caso, que de alguna manera nos protegía, y a generar publicidad. Mis padres me apoyaron al cien por cien, a pesar de que mi padre no estaba de acuerdo con que yo infringiera la ley. Me visitaban con regularidad y presenta-ron numerosas alegaciones al Gobierno y a las autoridades militares acerca de mi caso.
Al volver la vista atrás hacia toda esa experiencia, veo que el declarar públicamente: “No al apartheid, a la violencia y la dominación masculina”, y el no dejarme intimidar ni ceder a las presiones por temor a las posibles consecuencias, fue de verdad muy potente para mí, tanto moral como psicológicamente. Me hace muy feliz que hayamos puesto fin al apartheid y a la conscripción. Me hace muy feliz vivir ahora en una democracia en la que la gente de todas las razas es igual, al menos desde el punto de vista legal. Ahora soy médico homeópata y vivo en Durban. Ya no soy activista, pero sigo trabajando por la paz. Curar es también una forma de trabajo por la paz.
[1] Punishment drills, una práctica habitual en las cárceles del apartheid. [N.d.T.]
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