La sangre es sangre
Adi Winter
Me acuerdo hace unos años, en pie con lágrimas en los ojos, sintiendo pero no sintiendo mi cuerpo, intentando gritar pero asfixiada, con las lágrimas cayendo silenciosamente por mi cara, sabiendo que no tengo el poder de pararlo. Recuerdo que no grité, me sentía paralizada, me rodeaba con mis fuertes brazos y me sentía perdida. Recuerdo perder lentamente la sensación, aunque el dolor y el horror corría por cada célula de mi cuerpo. Nadie quería verme u oírme, la mayoría no al que se agarraba a mí. Él lo necesitaba y yo estaba allí, un recipiente vacío para sus urgencias y necesidades.
Ahora estoy de pie con la espalda recta, y sostengo en mis brazos temblorosos un cadáver torturado y sangrante al que le han quitado todo. Se lo quitaron porque podían, se lo quitaron a la fuerza porque eso es lo que hace todo el mundo, porque hay muchos que aún creen que algunas vidas valen más que otras, porque algunos aún distinguen entre una sangre y otra sangre, entre un dolor y otro dolor. Con lágrimas en mis ojos sigo en pie soteniendo las huellas de una vida que fue y ya no es. Sólo queda su sombra, sólo la carne.
“Lo personal es político”, y en este caso lo político es extremadamente personal para mí, sobre todo porque estoy escribiendo sobre explotación, cosificación, separación y disociación sexual. Cuando trazo paralelismos y hago conexiones entre las distintas formas de violencia: contra las mujeres, contra los animales humanos y no humanos y el planeta tierra, hablo por ejemplo del papel que la sociedad israelí asigna a las mujeres, como criadoras y madres, como soldadas en una guerra demográfica, requeridas para que produzcan soldados para una guerra que no es la suya. Hablo de inseminación forzosa, del uso de las “filas de violación”, en las que las vacas permanecen atadas, sobre infinitos ciclos de embarazo y nacimiento que siempre acaban retirando el ternero de su madre, sobre el ordeño constante que daña el desgastado cuerpo que casi se vuelve irreconocible. Sobre embarazo tras embarazo, parto tras parto y pérdida.
Hablo de separación y selección según género. Cuando un bebé humano nace, se le declara macho o hembra, y cada opción asigna a ese bebé una vida completamente diferente. El día de su nacimiento, los pollitos de la industria del huevo también son clasificados: los machos, que no ponen huevos, se tiran a la basura o a una trituradora, y a las hembras se les corta el pico y son condenadas a una vida de severo confinamiento, en la que nunca verán la luz del día o podrán extender sus alas. Sus cuerpos se convertirán en unidades de producción de huevos hasta que colapsen o pierdan valor económico y sean enviados al matadero. La matanza es el final de la violencia, su liberación. Hablo de la práctica del aumento de pecho en los pollos de carne para que haya más que vender, y de la cirugía de aumento de pechos vendida a las mujeres como parte del ideal de belleza al que deberían aspirar, etc.
Nos hemos criado acostumbradas a ver anuncios publicitatios que cosifican a la mujer, que venden nuestros cuerpos como productos. Estamos acostumbrados a mirarnos a nosotras mismas en el espejo y odiar lo que vemos, acostumbradas a ser tocadas sin permiso y acostumbradas al dolor que nos atraviesa. En donde nací, estamos acostumbradas a la ocupación militar, a ver soldados con fusiles alineándose en las calles, el muro de separación y los caminos del apartheid (caminos distintos para israelíes y palestinos), detenciones de niños y el asesinato de manifestantes basándose únicamente en que eran árabes. Estamos acostumbradas a ver los cadáveres como alimento, a separar a la madre de sus hijos para robarle la leche que hizo para ellos, a dejar ciegos a propósito a conejos y ratas por un nuevo champú, estamos acostumbradas a despellejar animales porque es “bonito”.
Estamos acostumbradas a la destrucción de las selvas tropicales por productos innecesarios, a la realidad diaria de comprar y tirar cosas, a un mundo en el que los océanos se mueren y la mayoría del grano del mundo va destinado a la alimentación de animales encarcelados mientras que la mitad del mundo padece obesidad, y la otra se muere de inanición. Estamos acostumbradas a la destrucción de millones de especies por la irresponsabilidad de una especie. Estamos acostumbradas a cosificar el medio ambiente y verlo como un recurso, como algo que debería satisfacer nuestras falsas necesidades inmediatas. La ocupación es la misma ocupación, ocupación del territorio, de la gente, de las mujeres, de los animales. Hemos aceptado e internalizado la violencia diaria que nos encontramos. La violencia que soportan nuestros cuerpos y la violencia en la que todos participamos. Y yo me pregunto, ¿cuándo dejamos de pensar en el precio? ¿Y quién lo está pagando? ¿Y cómo paramos y por qué estamos todos callados? ¿Y cuándo perdimos la esperanza en un mundo mejor?
“La banalidad del mal” ya es conocida, pero lo que asusta más es la banalidad del silencio enfrente del mal. Como nieta de un superviviente del holocausto, me enseñaron a nunca permanecer en silencio, a nunca dejar que las cosas ocurrieran a mi lado, sino a seguir adelante. Aprendí que el poder va acompañado de responsabilidad, y que es un deber levantarse contra la violencia y la injusticia y actuar, sea cual sea el precio.
Dicen que lo difícil de ser vegano no está relacionado totalmente con la comida. La parte difícil es estar expuesta a la cara oscura de la humanidad e intentar mantener la esperanza. Es intentar entender por qué la gente -que en otros aspectos de la vida es buena y amable- continúa participando en la violencia contra los animales por su propio placer y comodidad, nada más. Creo que una dieta vegana es mucho más que una preferencia culinaria, y que no puede ser explicada simplemente por el “amor a los animales”. Me parece que elegir una dieta vegana se compone de una visión del mundo más amplia en la que te ves a ti misma como una parte de mundo, no como su centro. Al haber nacido y haberme educado en Israel, he visto como la mayoría de mis compañeros de clase y los miembros de mi familia han ido a hacer el servicio militar sin hacer preguntas en un ejército ocupante y opresivo. Me los he encontrado más de una vez, cara a cara, en manifestaciones en las que yo estaba del lado de mis aliados palestinos, y ellos iban de uniforme frente a nosotros, empuñando armas. La elección, aunque sea difícil, es aquí y ahora, solidaridad u opresión, un destino común o la guerra.
A lo largo de la historia humana, la carta de derechos se ha desarrollado y expandido para permitir que cada vez mayores sectores de la sociedad fueran incluidos en ella. Desde la Carta Magna que otorgaba derechos a una estrecha sección de la nobleza, pasando por la Declaración de Independencia de los Estados Unidos que glorificaban la libertad y la igualdad (aunque fuera principalmente bosquejada por Thomas Jefferson, que era propietario de esclavos negros), pasando por la extensión del derecho de sufragio a las mujeres, la concesión de derechos humanos a la población afroamericana, el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, etc. En paralelo a estos cambios, muchas, y de hecho, la mayoría de las criaturas vivientes, han quedado fuera del enfoque de la carta universal de derechos, incluso en lo que se refiere al más básico de todos: el derecho a la vida. Unos pocos valientes intentos de extender la carta de derechos a los seres que están fuera del alcance de la casta nobiliaria de Darwin fracasaron (Stone, 1972).
En mi opinión, ya es hora de que reconozcamos que la división entre animales humanos y animales no humanos es más arbitraria que científica, y que no hay una diferencia significativa con aquella que separaba a la gente blanca y la gente negra, a los hombres y a las mujeres, a los heterosexuales de los homosexuales. Las relaciones de naturaleza opresiva se basan en términos que separan a “nosotros” de “ellos”, y establecen una clara separación y jerarquía entre los oprimidos y los que les oprimen. Tengo la creencia de que deberíamos ver a los animales no humanos que comparten el planeta con nosotros como individuos con su propio sentido y propósito. Su valor no debería ser medido en base a su capacidad de satisfacer las necesidades humanas o las necesidades del ecosistema, y deberíamos tratarlos con un respeto que se origine no sólo en nuestros corazones a causa de la compasión, sino con un respeto que sea parte de un sentido de la justicia más amplio, holístico.
Creo que para crear un mundo mejor, debemos intentar deshacernos de los agresivos patrones culturales con los que nos han educado. Patrones que nos han enseñado a clasificar a los otros o bien como “ellos” o bien como “nosotros”, y a clasificar a ciertos grupos como inferiores. A lo largo de la historia, el “otro” ha tenido muchos nombres: mujeres, negros, judíos, musulmanes, etc. Pero los animales permanecieron siempre invisibles . El racismo, el patriarcado y el especismo son distintas caras de la misma moneda, de la misma lógica errónea que afirma que unas vidas valen más que otras. Convertir los animales no humanos, con sus necesidades y deseos y sentimientos, en productos y mercancías muertas es una más de las muchas representaciones de los males de la sociedad. Una sociedad que sitúa el beneficio económico por encima de cualquier otra consideración moral, desde los talleres clandestinos hasta el tráfico de mujeres y los mataderos, una cultura enferma que viola el equilibrio ecológico y siembra el caos en el planeta en que vivimos y en todos los que lo habitan. Dios en realidad está en los detalles, en el idioma, en la comida, en cómo nos tratamos los unos a los otros, en a quién elegimos eliminar de nuestro discurso y esconder de nuestros corazones. La lucha de poder puede reconocerse en nuestras más pequeñas decisiones diarias que a nosotros nos parecen insignificantes. En cada viaje a la tienda podemos elegir comprar productos lácteos o huevos, o rechazar dar apoyo a una industría que transforma en máquinas a seres vivos y sintientes, en una industria que contamina el planeta tierra más de lo que se reconoce. Todas y cada una de esas veces tenemos el poder de elegir entre destino compartido o alienación, entre compasión o violencia.
Es cierto, “las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo”. La mano del carnicero no sabe distinguir entre sangre, dolor y sufrimiento animal y humano. El soldado armando, el carnicero, el violador. La mano es la misma mano, y la casa es la misma casa. Transformando “alguien” en “algo”, denigrando y explotando los cuerpos, la sexualidad, cosificando e hiriendo el alma, violencia invisible y normalizada, etc. Estos son los mecanismo de opresión y exclusión que todos usamos y que deberíamos combatir. Ninguna quiere que la conviertan en una máquina de parir, ninguna quiere que la separen de su recién nacido, nadie quiere que su casa o hábitat sea destruido, y hasta que todas y todos seamos libres, nadie lo será realmente.
Mantente al día de nuestro activismo antimilitarista internacional.
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