Racismo y ciudadanía
La mente militarizada está entrenada para ver ante todo la amenaza, lo que significa que la percepción del entorno está cargada de enemigos potenciales que se deshumanizan a través de un prisma antagonizante. Aquellas personas identificadas como enemigos potenciales están casi siempre, por alguna razón, al margen de la sociedad —activistas políticos, disidentes sociales, inconformes con el género o personas sin recursos— a los que casi siempre se les percibe como «los otros» con una óptica racialmente discriminatoria. La militarización policial consiste en la militarización en contra de minorías étnicas y gente de color de todo el mundo.
La «guerra contra el terrorismo» ha alimentado el espectro de la amenaza islámica y se está utilizando para justificar la militarización policial en contra de las comunidades musulmanas. Se está señalando y condenando a ciertos grupos como a los mapuches de Chile por proteger su territorio y sus recursos. Barrios enteros de gente de color como las favelas de Río de Janeiro se las considera una amenaza contra la cohesión social y se asocia el ser negro con la delincuencia y la criminalidad y, por tanto, se estima necesario emplear la fuerza en contra de estas personas. Además, la militarización policial es un instrumento implicado en el mantenimiento de ocupaciones coloniales por parte de un grupo étnico de los territorios de otra etnia, como es el caso de Palestina. Por tanto, la militarización policial es «racismo militarizado» (Linke, 2010).
Las fronteras militarizadas establecen quién es y quién no es ciudadano del país, quién tiene derechos y privilegios de la protección del Estado y quién constituye una amenaza contra el orden social. El espacio Schengen permite el libre movimiento de personas —y, por supuesto, de capitales también— dentro de la Europa fortificada, mientras que se deja a los indeseables ahogarse en las costas. En «los emergentes Estados de seguridad, los privilegios se mantienen restringiendo el movimiento mediante la violencia» (Jones, 2016). Los regímenes fronterizos militarizados beben «del principio de la exclusión de las personas de color» (Segantini, 2017 ) y «perpetúa la noción cultural del valor humano relativo» (Linke, 2010). Asimismo, hace funcionar «marcas fronterizas o zonas de amortiguación amorfas para limitar movimiento mundial de personas y para hacer frente a una supuesta amenaza racial» (Linke, 2010).
La militarización fronteriza está teniendo lugar «no en respuesta ante una amenaza militar, sino que se centra completamente en evitar el movimiento de personas» (Jones, 2016). Convertidos en una amenaza, los inmigrantes, a quienes «se describen sistemáticamente como ‘ilegales’, se presentan en calidad de fuente de problemas que necesitan las mismas soluciones que la delincuencia, el crimen, el terrorismo o las drogas» (Demblon, 2015). En las noticias de la televisión australiana, las imágenes que se muestran de los solicitantes de asilo casi siempre corresponden «a imágenes de personas en embarcaciones, siendo trasladadas de un sitio a otro en diferentes medios de transporte y detrás de las rejas de centros de detención (cuyo aspecto es, en general, idéntico al de las cárceles) [...] y el empleo de guantes de látex por parte de las autoridades para registrar y cachear a los solicitantes de asilo, lo que evoca ideas de suciedad y enfermedad». Stewart descubrió que «la equiparación de los solicitantes de asilo como la noción de ‘problema’ o de ‘amenaza’ en los medios australianos han conseguido moldear la idea de que las personas que solicitan asilo son un problema al que hay que responder con una solución militar (Stewart, 2016). El Estado solo «puede alegrarse de ser cómplice» en la construcción de este discurso; «preferiría beneficiarse del creciente racismo y de su habilidad casi exenta de control alguno que le permite destinar cada vez más recursos a la militarización y a la vigilancia sin tener que enfrentarse a una oposición civil a la que no pueda gestionar (Pimentel, 2016).
Rosas describe «el engrosamiento de la frontera» como un fenómeno en el que la militarización fronteriza se extiende más allá de las propias fronteras hasta «las zonas fronterizas interiores». Cerca de la frontera entre México y Estados Unidos, los conductores pueden toparse con puestos de control del cuerpo fronterizo estadounidense y verse obligados a contestar a preguntas acerca de su situación de residencia en cualquier lugar a 160 km de la propia frontera, una zona donde residen más de seis millones de personas. El control policial con sesgo racista conlleva que «tanto inmigrantes como ciudadanos de tez morena sufran las operaciones fronterizas en la zona de contacto entre México y Estados Unidos más allá de la frontera internacional» (Rosas, 2015). La criminalización racista de la inmigración «ha convertido a todas las personas de tez oscura en sospechosos en potencia» (Linke, 2010).
En Sudáfrica, la policía respondió a una oleada de ataques xenófobos en 2015 con una respuesta policial y militar que inundó «las calles de puntos problemáticos con vehículos blindados ligeros» donde se efectuaron detenciones masivas. No obstante, «en la práctica, los inmigrantes indocumentados fueron objetivo de estas operaciones al mismo nivel que aquellas personas implicadas en violencia xenófoba». Ahora, estas operaciones se han extendido a otros ámbitos como «los fumaderos y picaderos de droga, las bandas de prostitución y la ocupación ilegal de terrenos y edificios». Esta «respuesta militarizada de facto integra las políticas fronterizas con el control social interno» (McMichael, 2015). La seguridad fronteriza «se entremezcla con la militarización de la sociedad civil» (Linken, 2010). La «segurización de la inmigración conlleva la desegurización de las comunidades inmigrantes y, en demasiadas ocasiones, de otros ciudadanos que caen dentro de la dinámica rutinaria de las operaciones policiales, las detenciones y la deportación: prácticas que rayan en el terrorismo de Estado» (Rosas, 2015).
Se supone que el objetivo de la militarización policial es proteger a la sociedad, pero la seguridad se garantiza a expensas de otro grupo de personas a quienes no se les considera dignas de merecer vivir seguras y en paz. Tampoco se espera que se pueda cuestionar a las personas a quienes se protege. La militarización de las prácticas policiales no protegió a Tamir Rice, un niño que murió a tiros de la policía en Cleveland (Estados Unidos) en 2014 por estar jugando con una pistola de juguete. En Papúa Occidental, lejos de garantizar la seguridad de los papuanos, la policía indonesia está haciendo de Papúa Occidental un sitio cada más inseguro para los papuanos, hasta tal punto que se ha convertido en el principal agente perpetrador de violaciones de los derechos humanos de los papuanos occidentales (MacLeod, Moiwend, y Pilbrow, 2016).